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miércoles, 13 de junio de 2012

Quiero ser como Corín Tellado



Por Helena


Dar ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única manera.
Albert Einstein 

 Hace dos semanas le regalé a mi suegra un ejemplar de Café y Martinis. Este domingo, en una reunión, me dijo emocionada que ya lo había empezado a leer y me hizo este comentario: “¿Tú has leído Corín Tellado? Tu escritura me recuerda a la de ella. Me acordé de mi juventud”. Me dijo con una gran sonrisa.

Yo me quedé con un signo de interrogación en el rostro. Aunque estoy más que segura que mi suegra me habló con todo el cariño y lo que me dijo fue un cumplido, no se me salió de la cabeza su comentario. ¿Por qué? Les cuento.

Sé que muchas de ustedes son españolas y la señora Tellado es un ídolo de novelas románticas en su país. También lo es en Latinoamérica. Recuerdo a mi madre diciéndome que ella amanecía leyendo las novelas de Corín Tellado y mi suegra me decía que ella las leía a escondidas porque, como hija de italianos, su educación no daba pie a ese tipo de “literatura”.

En mi generación, Corín Tellado es una especie de “leyenda”. Una señora que escribía novelas algo “subiditas de tono”, con hermosos hombres de mucho dinero y preciosas mujeres de la alta sociedad que aunque siempre terminaban casándose, el trayecto para consumar su relación era bastante tortuoso.

En mi país, cuando una historia de una amiga, tía, hermana, conocida o quién sea, es adversa, con entuertos, idas y venidas, rupturas y llanto, sexo no permitido y relaciones prohibidas, decimos: “Parece una novela de Corín Tellado”, y luego soltamos una carcajada.

Yo recuerdo haber leído las historias de Corín Tellado en la revista Vanidades de mi mamá. También recuerdo una vez tomar una de sus novelas de su biblioteca, cuando tenía unos 12 años, y a continuación ella quitándomela. Por supuesto, al tiempo entendí por qué.

Una vez escuché que a los hombres les gusta ver porno y a las mujeres leerlo. Para mí esa frase quedó en mi cabeza e inmediatamente recordé las novelas de Corín Tellado. Porno en letras, le decía a mi mamá y ella se moría de risa.

Luego del comentario de mi suegra, me dediqué a buscar la biografía de la señora Tellado. ¿Sabían ustedes que de 1946, cuando empezó a escribir, a 1989 llevaba ya escritas 2243 novelas? Y es la escritora más leída de habla hispana después de Cervantes.

Su historia es impresionante. Toda su carrera de escritora. Confrontó problemas de la censura con el gobierno de Franco y en vez de darse por vencida cuando le devolvían sus manuscritos tachados, ella aprendió a insinuar, a sugerir. Y resultó el comienzo de una nueva era en la historia de la novela romántica.

Luego de leer acerca de la historia de Corín Tellado, recordé lo que me había dicho mi suegra y pensé: “Yo quiero ser como Corín Tellado”.

Un abrazo y nos leemos la próxima semana

@OhHelenita
letrasmusicayamor.blogspot.com
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domingo, 12 de septiembre de 2010

CORIN TELLADO: LA DAMA DE LA NOVELA ROMANTICA

la dama de la novela romanticaLas novelas de Corin Tellado me acompañan desde niña.

Cada viernes después de la escuela, mis abuelos me llevaban a su casa en el campo. Pasaba el sábado y el domingo con ellos y con mis primos. Aunque yo me desperaba por volver a ver a mi caballo y salir a los campos vecinos a esperar la oportunidad de que los viejos peones me llamaran para ayudarlos en el arreo de las vacas, el recuerdo más intenso que me queda de aquella época es otro.

Tiene que ver con algo más íntimo.

En muchas ocasiones, cuando mi abuelo nos reunía para llevarnos al pueblo a hacer las compras , mi abuela salía corriendo de la casa, me hacía bajar de la camioneta y, en lugar de dejarme ir con mis primos, me obligaba a ponerme un delantal de cocina diciendo que necesitaba mi ayuda, que estaba demasiado vieja para hacer la comida para todos ella sola.

A mí no me molestaba que ella me enseñara a cocinar. Mi abuela era una gran cocinera y yo siempre buscaba imitarla en todo. Mientras esperábamos a que la cocina se caldeara lo suficiente para no congelarnos, mi abuela se paraba frente a la pequeña biblioteca de la sala y revisaba los títulos pasando un dedo sobre los lomos de los libros. Después me hacía sentar a su lado y me ponía un librito en la mano para que se lo leyera.

Yo tenía nueve años y me costaba mucho quedarme quieta durante más de cinco minutos. Insistía en ayudarla, pero ella no me dejaba ni siquiera lavar la verdura. Para convencerme, decía que leer en voz alta me ayudaría a soltar la lengua (de niña yo tartamudeaba y me daba verguenza hablar en clase).

Entonces comenzaba a moverse entre ollas y sartenes con la agilidad de un gato, siempre escuchándome atentamente. Y cuando llegaban las partes más serias, detenía la actividad para oír mejor.

Siempre era una historia de amor de Corin Tellado. A ella no le gustaba leer, pero le fascinaban las historias.

Pero no era por eso que mi abuela me hacía leer a Corin Tellado. Aunque no me lo dijera, yo sabía que esos libros le traían recuerdos de mi madre. Eran los libros de ella, de mi mamá, los que había traído a la casa a lo largo de su adolescencia y juventud.

Eran los libros por los que mi abuela solía regañarla; porque cuando se encerraba en su habitación a leerlos no quería salir ni para comer.

Mi abuela sabía que esos libros me pertenecían, que ahora eran míos. Y hacer que se los leyera mientras ella me preparaba la comida, era la mejor manera que había encontrado de transmitirme el legado de mi mamá.

Este pasaje pertenece al final de La indecisión de Leila, una de aquellas novelas que recuerdo haberle leído a mi abuela y que, estoy segura, mi mamá también habrá leído alguna vez... y disfrutado de aquella lectura tanto como yo.


La Indecisión de Leila (Fragmento)

Se detuvo tras él. Stephen fumaba con precipitación, como si algo le agitara desde muy hondo. Expelía el humo por boca y nariz, y sus facciones se perdían, confusas, entre las espirales.
—Stephen… —dijo bajísimo.
El quitó el cigarro de la boca y se quedó rígido. Do súbito, miró a un lado y a otro, buscando la voz. Pero no miró hacia atrás, temiendo tal vez que el eco de aquella voz lo despertara su propio deseo.
—Stephen…
—No… puede ser —dijo la voz ronca.
—Es, Stephen…, estoy aquí.
Aun no se volvió. Dijo con brusco acento:
—Si miro hacia atrás y no eres tú, si comprendo que es una ilusión de mis sentidos exaltados, voy a volverme loco.
Leila sintió una honda emoción en todo su ser. Le palpitaba en los pulsos y en las sienes con loco frenesí.
—Soy yo, Stephen. No es una ilusión.
—¡Cielos! —exclamó. : Y puesto en pie, la miraba como alucinado.
—Leila, princesa.
Ella le sonrió, aturdida. Estaba roja como la grana, y el túrgido seno oscilaba con súbita emoción.
—Stephen…, yo…
—No me digas nada —susurró Stephen, con voz diferente, una voz que ella reconocía. Aquella voz de antes, de cuando el no se parapetaba bajo su indómito orgullo—. Estás aquí, Leila, princesa. Aquí, donde yo ya había desistido de verte jamás. Aquí precisamente, donde aprendí a quererte. Donde traté de hacer de ti otra mujer más, y tu —pureza me lo impidió. Aquí donde te he querido, donde te añoró, donde lloré tu ausencia, donde me arrepentí.
—Cállate, Stephen…
Se callaba. La apresaba contra sí, la besaba. Y al besar sus labios y hallarlos, reconoció los labios cálidos, suaves, puros, de Leila, la muchacha que intentó derribar pisando su moral y, muy al contrario, le enseñó a él a ser un hombre de bien.
—Te quiero, Stephen —dijo ella muy bajo, alzando sus brazos y cruzando con su dogal el cuello masculino—. Déjame ser vulgar e ingenua, pero no te rías de mí. Tengo que decirte que te quiero. Que te quiero, Stephen, como nunca he querido a ser alguno…
—Ridícula, ingenua… —susurró con voz que parecía salir de lo más hondo—. Sublime tu ridiculez, fascinadora tu ingenuidad.
—Dime si tú me quieres, Stephen…
El la apartó de sí. La miró y eran sus ojos cegadores, y su boca parecía besar al decir:
—Como jamás creí que se pudiera querer en la vida. Como jamás…
—¡Stephen…!
—Princesa mía, Princesa de la pureza y de la verdad. Esa verdad que yo desconocía y que hallé en ti y la aprendí como el niño aprende su primera lección que no olvida nunca.
Y sus labios, al hablarle, se acercaban a los de Leila y ambos se reconocían y recordaban, pero ya no había dolor en el recuerdo, sino una gran esperanza hacia un futuro diáfano y puro como su amor.
"Los jueves de Leila" murieron aquel día. Y nacieron los días, todos los días de su vida, que serían, a no dudar, llenos de ventura y confianza.


Bueno, espero haber picado tu curiosidad para que (si no lo has hecho aún) vayas corriendo a buscar este clásico de la novela romántica española y mundial.