En el género romántico las escenas de amor sexual son parte esencial de la trama y de la caracterización de los personajes. Todos los caminos parecen conducir a los momentos de intimidad de nuestra pareja protagonista.
Estas escenas, por consiguiente, demandan toda nuestra atención. Pero muchas veces esa atención excesiva puede dar como resultado escenas forzadas. Si no describimos esos momentos con naturalidad corremos el riesgo de aflojar los hilos de una buena historia y arruinar la experiencia de lectura.
¿Cómo escribir un encuentro sexual sin defraudar las expectativas que hemos generado?
La pregunta que deberíamos hacernos ante una escena de sexo es la siguiente: “¿Esta escena hace avanzar la historia y ayuda a caracterizar a nuestros protagonistas?” Si la respuesta es negativa, entonces no importa si hemos conseguido las frases más bellas jamás escritas. Si no logramos hacer de ese encuentro una escena dramática, es mejor olvidarnos de ella.
“Una buena escena de sexo debe mostrar un intercambio de emociones, no solo de fluidos corporales. Debemos observar a nuestros personajes, ¿qué se transmiten mutuamente? Es como un diálogo. Una forma muy íntima de diálogo, en parte física pero también hablada. El diálogo, por sí mismo, es la herramienta más precisa para describir a un personaje con franqueza y frescura. La gente se muestra mejor en lo que dice. Y un encuentro íntimo es uno de los escasos momentos en que nuestras compuertas se abren y dejamos salir muchas de las cosas que normalmente ocultamos. Una escena sexual no es únicamente ternura y pasión. También es humor, enojo, duda, indecisión, confusión, etc.
Para escribir una escena de sexo creíble no es recomendable centrarnos exclusivamente en los detalles físicos. Si lo hiciéramos de esta manera, estaríamos reduciendo la totalidad de la experiencia a un plano meramente superficial. El detalle físico es útil para anclar la escena, para darle a la imaginación del lector los indicios suficientes para que tenga puntos concretos a partir de los que trabajar. Siempre es inteligente dejar espacio a lo no dicho, a lo apenas sugerido, porque es un terreno muchísimo más fértil para la imaginación.”
Con este comentario Diana traza una de las diferencias esenciales cuando se trata de representar un encuentro sexual entre dos personas: la diferencia entre sensualidad y obscenidad.
Y no porque la obscenidad sea algo malo en sí misma. No es un problema moral, sino un problema poético.
La obscenidad es aquello que lo muestra todo, lo que no deja espacios a la imaginación. Podría usarse quizás muy ocasionalmente para impactar a nuestro lector, si el desarrollo de nuestra historia así lo requiriera.
La sensualidad se transmite a través de pequeños indicios, de gestos sugestivos y medias palabras. La escritora deja que su lector participe activamente en la construcción del clima romántico.
Como ejemplo transcribiré una escena de la novela Forastera.
Aquí Diana describe el ambiente de la escena con la misma sensualidad con que habla de una caricia en la piel. Recuerda que una escritura sensual es la que utiliza los cinco sentidos para expresar el mundo.
Guardamos silencio largo rato, casi flotando, casi soñando. Nos rozábamos a cada momento al mecernos con las invisibles corrientes de la cueva.
Cuando por fin hablé, mi voz brotó drogada y pausada.
—Ya lo he decidido.
—A Roma, ¿verdad? —La respuesta de Jamie me llegó como desde muy lejos.
—Sí. No sé, una vez allí...
—No importa. Haremos lo que podamos. —Alargó la mano hacia mí, tan despacio que creí que jamás me tocaría.
Tiró de mí hasta que las sensibles puntas de mis senos tocaron su pecho. El agua no sólo era caliente, sino también pesada, casi aceitosa. Las manos de Jamie flotaron por mi espalda hasta cerrarse en mis nalgas y me levantaron.
La penetración fue asombrosa. Con la piel caliente y resbaladiza, nos unimos con una mínima sensación de roce o presión. Sin embargo, la presencia en mi interior era sólida e íntima, un punto fijo en un mundo acuático, como un cordón umbilical en los desplazamientos casuales del útero. Emití un sonido de sorpresa al sentir el flujo de agua caliente que acompañó su ingreso. Me asenté en mi punto fijo de referencia con un suave suspiro de placer.
—Oh, me gusta —susurró, complacido.
—¿Qué te gusta? —pregunté.
—El ruido que has hecho. Ese gemido.
No podía ruborizarme. La piel ya había llegado al límite del enrojecimiento. Dejé que el pelo me cubriera el rostro. Los rizos se relajaron al salir del agua.
—Lo lamento; no era mi intención ser tan ruidosa.
Rió y la carcajada profunda reverberó en las columnas del techo.
—He dicho que me gustaba. Y me gusta. Es una de las cosas que más me gusta de hacerte el amor, Sassenach. Los ruidos que haces.
Me sujetó más cerca y posé la frente en su cuello. De inmediato, el vaho brotó entre nosotros, resbaladizo como el agua cargada de azufre. Jamie hizo un ligero movimiento de caderas y respiré hondo para sofocar un nuevo gemido.
—Sí, así—murmuró con suavidad—. O... ¿así?
—Mmm —musité. Volvió a reír, pero siguió haciéndolo.
—Pensaba mucho en esto —comentó mientras subía y bajaba las manos por mi espalda y delineaba la curva de mis caderas—. En la prisión, por la noche, encadenado en un cuarto con una docena de hombres mientras escuchaba los ronquidos, lamentos y ruidos desagradables de los demás. Recordaba los sonidos tiernos que haces cuando te hago el amor y te sentía a mi lado en la oscuridad, con la respiración rápida y el gemido suave que profieres cuando te penetro por primera vez, como si te dispusieras a hacer tu trabajo.
Mi respiración, de hecho, ya era más acelerada. Sostenida por el agua densa y saturada de minerales, tenía la ligereza de una pluma aceitada. Lo único que me sujetaba eran mis manos en los hombros de Jamie y la tensión que ejercía sobre él más abajo.
—Mejor aún... —Su voz era un murmullo caliente en mi oído—... cuando te penetro con fiereza y ansiedad y gimes y forcejeas como si quisieras apartarte, pero sé que sólo pugnas por acercarte más y que yo estoy librando la misma batalla.
Sus manos exploraban con ternura y lentitud, como seduciendo a una trucha. Se deslizaban hacia mis nalgas y descendían para tantear y acariciar el tieso y excitado punto de unión. Me estremecí y exhalé con un jadeo involuntario.
—O cuando necesito penetrarte y tú me acoges en tu interior con un suspiro y un zumbido quieto, como un enjambre de abejas al sol, y me transportas al éxtasis con un gemido trémulo.
—Jamie —supliqué con voz ronca que retumbó en el agua—. Jamie, por favor.
—Todavía no, mo duinne. —Clavó las manos en mi cintura para acomodarme y retenerme. Me presionó hacia abajo hasta que gruñí. —Todavía no. Tenemos tiempo. Y quiero escucharte gemir así otra vez. Y que gimotees y solloces, aunque no quieras, porque no podrás evitarlo. Quiero hacerte suspirar, como si tu corazón estuviera a punto de romperse, y gritar de deseo y, por fin, estallar en mis brazos. Así sabré que te he dado placer.
El torrente surgió entre mis muslos y se disparó como un dardo hacia lo hondo de mis entrañas. Me aflojé y mis manos resbalaron laxas e indefensas de los hombros de Jamie. Mi espalda se arqueó y los redondos senos resbaladizos se aplastaron contra el pecho amplio. Temblé en la oscuridad caliente y Jamie me sostuvo para que no me ahogara.
Me desplomé contra él, blanda como una medusa. No sabía —ni me importaba— qué sonidos había emitido, pero me sentía incapaz de hablar con coherencia. Hasta que Jamie comenzó a mecerse otra vez con la fuerza de un tiburón debajo del agua oscura.
—No —protesté—. Jamie, no. No puedo soportarlo otra vez. —La sangre todavía palpitaba en las yemas de mis dedos y el movimiento en mi interior era una exquisita tortura.
—Puedes porque te amo. —Su voz emergía amortiguada por mi cabello mojado—. Y lo harás porque te deseo. Pero esta vez, lo haremos juntos.
Sujetó mis caderas con firmeza y me impulsó con la potencia de las corrientes submarinas. Me aplasté contra él, como las olas contra las rocas y fue a mi encuentro con la fuerza brutal del granito, mi ancla en el caos embestidor.
Líquida como el agua que nos rodeaba, contenida sólo por el marco de sus manos, grité, el suave y ahogado grito de un marinero al ser succionado por las olas. Y oí su propio grito, tan indefenso como el mío. Y supe que le había dado placer.